lunes, 11 de agosto de 2014

Seducción

Las palabras tienen cuerpo.
Tienen brazos, tienen ojos.
(Las palabras tienen cuerpo)
Tienen rodillas sucias y labios suaves,
son pequeñas, son robustas…
Y son tan diferentes unas de otras
que a veces se pierden, se olvidan…
Más no desaparecen.

Las palabras tienen cuerpo
Son negras, violetas, rojas...
Son ásperas, son bondadosas…
Las palabras tienen cuerpo
Seducen, engañan, halagan
Producen, anulan, desgarran

Las palabras tienen cuerpo
Un cuerpo tangible, deseable
Caricias de letras
Sobre las líneas de sus cuerpos…
Las palabras tienen cuerpo
Edifican y destruyen en sincronía
Drenan y ahogan simultáneamente
Las palabras viven cuando matan
Luego mueren para dar vida
Resucitan, rehidratan
Las palabras carecen de melancolía
Y ésta se forma de sus cuerpos
Cuerpos de palabras que reviven
A la par que las palabras los recuerdos…
Las palabras tienen alma, tienen vida. 

Ventanas abiertas

 
Profunda y bella era aquella noche, de esas que envuelven en su densidad. Una noche testigo de las caricias que acababa de regalar, no le importaba.

En aquella habitación aun en penumbras, se ocultaban sus cuerpos. Y en sus cuerpos, también en penumbras, se ocultaba el sentimiento.

Era difícil imaginar un espectáculo más perfecto: oscuridad en silencio y desde la ventana, el vientecillo de media noche hacia bailar las cortinas, invitando a los breves rayos de luz a filtrarse hasta la cama de sabanas rojas, donde inerte descansaba una mujer.

Pero no prestaba atención al panorama que el universo había creado tan armoniosamente para él. Aquella lucecita subiendo y bajando en medio de la oscuridad, el sonido de su boca al exhalar el humo y su mirada perdida en la ventana, frente a la hermosa vista de un mundo al que no pertenecía. Terminó su cigarrillo y lo arrojó al vacío del mundo exterior. Por un momento sintió ganas de ser como aquélla colilla de cigarro, que sin voluntad ni miedos es arrojada a través de la ventana.

No había suficiente motivo para esbozar una sonrisa, su pasado condenaba sus días y sin darse cuenta, se le escapaba la vida, traduciendo su desesperación en deseo de posesión. Lujuria sin cabida para amar.

Contemplaba el asfalto que brillaba para él. La música que hacía el viento al colarse entre el cristal le producía escalofríos. Le hacía volver la mirada hacia su vacío interior. Era infeliz, de eso no había dudas. Su mayor cuestión a develar era la razón de tal desprecio por la vida.

Un sonido repetitivo le sacó de sus pensamientos, le trajo de vuelta a su realidad enferma de satisfacciones pasajeras. Sobre la acera, un par de zapatos sonoros conducían la belleza con cabellos rubios. En un segundo estaba ya de pie con la bata encima, puso la cuota de la mujer que dormía sobre la mesita de noche y salió a toda prisa a encontrarse con el fresco aire de una nueva conquista, mientras se preguntaba desde cuál ventana arrojaría la siguiente colilla.

Ausente

Lo que más le dolía, seguía siendo que al final no podría si quiera llamarlo intento. 
La amó, es verdad, fue un amor a manos llenas, rebosante de alegrías y emoción. Cuando el amor llega, la sonrisa es la evidencia. Pero pasaba el tiempo y en su rostro solo se percibía un esbozo forzado, una retorcida línea que develaba falsedad.

“El amor es eterno”, le habían enseñado y se negaba a creer lo contrario. Y así, con el cabello enredado y la ropa del trabajo, se arrastraba hasta casa de ella y le juraba un amor que menguaba evidentemente, de la misma forma que el desencanto de su sonrisa al escuchar su llegada.

Las cosas jamás tuvieron que ser así. Tal vez ese amor nunca debió empezar, en primera instancia. Pero ella lo llevó a consumarse y sin saberlo, desde el principio, ese era su destino… consumarse.

Post Mórtem

“Cáncer”, me dijeron. Lo traduje a la expresión  “fin”, que para mi desgracia, no demoró en llegar. Sin despedidas, sin daños colaterales, solamente mi cuerpo sucumbiendo al llamado de la tierra. Seducido al fin por la dulce voz de la muerte, a la que después de haber retado estúpidamente en mi juventud, llego ahora desnudo e indefenso.
Observo mi cuerpo tendido sobre una camilla metálica. Reconozco el aire lúgubre de aquél lugar, la morgue. Ver mi propio cuerpo inerte, imposibilitado para siempre y sin más destino que la putrefacción, hace que me recorra un aire nostálgico, dejándome helado al comprender la realidad. Había muerto, sí. Y aunque nada había dejado en este mundo humano, me invadía el miedo. La extrañeza de mi entorno me hacía desear volver a la vida al decrépito y canceroso cadáver que yacía frente a mí.
¿Dónde estaba aquella luz al final del túnel?, ¿dónde los arcángeles tocando las trompetas de mi llegada?, o si ese fuera el caso,  ¿dónde arden las llamas que nunca se apagan? “Soy un errante”, me dije con pesar, “mis pecados me han condenado al exilio”.
El sonido repentino de pasos aproximándose me sustrajo de aquella confusión. Pude ver una hermosa criatura de rostro rosado y melena color sangre vestida totalmente en blanco. “Un ángel” pensé, “me tomará con sus guantes de látex y me mostrará el camino”.
La observé dirigiendo con gran esfuerzo la camilla hacia las brillantes estanterías donde descansaban en tranquilidad un par de víctimas, mis compañeros de desgracia. Me volví a mi alrededor buscándolos, pero no los pude ver.  Absorta por completo entre papeles y carpetas, vuelve a leer en mi etiqueta el nombre que llevé en vida.  Un  movimiento súbito la hace volverse violentamente, levantando en la brisa el olor de sus cabellos. “Reflejos”,  dice tranquilizándose. Su mirada se vuelve a perder en mi carpeta y yo, poco a poco me entrego al pánico. Supongo que nadie está listo para resignarse  a la oscuridad eterna. En un acto desesperado y sin sentido, me tiendo sobre el rigor de mi propio cadáver como haciendo posesión.
Ausencia de luz. Poco a poco una sensación familiar se encuentra con mi forma etérea. Soledad y paz…

Abro los ojos. En la luz del reflejo metálico me contemplo como si asomara al borde del abismo, ahí sentado frente al espejo infinito de lo futuro, leyendo estas palabras desde el inmenso libro de la vida.
Una cálida mano cerrando mis párpados. Oscuridad... luego, la nada. 

domingo, 10 de agosto de 2014

De actos

Eres mi universo comprendido en una cama mojada. Eres mi enfermedad sin cura. La ansiedad con la que posees no solo mi cuerpo, sino mi ser. Me tomas por completo, entre miedos, ilusiones, complejos y pasiones. Me tomas con los cinco sentidos. Me haces tuya simplemente porque puedes... Porque en la cumbre de mis orgasmos, sumergida en el más profundo éxtasis, ahogada en lujuria y sudor, te lo permito. 

Podría describir el acto. Hablar, por ejemplo, de tu cuerpo varonil bañado en sudor sometiéndome mientras besas y pruebas todos mis recovecos. Hablaría de tu sonrisa de complicidad asomando entre mis temblorosas piernas. Podría gritar sin parar tu nombre cuando no puedo siquiera articular una frase más. Hacer énfasis también, en la facilidad con la que logro encender tus mecanismos al cien. O bien, volverme vulgar como lo soy cuando logramos esa sintonía adecuada. Cuando nos perdemos en lento vaivén, hasta el momento en el que, dándote la espalda, tomas fuerte mis caderas y me embistes cual toro furioso, haciéndome sumergir el rostro entre las sábanas incapaces de ahogar un interminable grito de placer. Podría hablar del momento en el que me convierto en una chiquilla que saborea su golosina favorita, dedicándole tiempo, disfrutándolo, asegurándose de no dejar un solo centímetro sin probar. Cerrando los ojos, abriéndolos luego cerciorándose de que es real. 

En fin... No me faltan las palabras para describir lo que emanan en perfecta fusión tu cuerpo y el mío en la tempestad de una habitación.
Mas no encuentro explicación para eso que bajo las sábanas, y aún más... bajo la piel, le haces a mi alma.
Dominas mis demonios, los abrazas. Los llevas lentamente a mi centro de gravedad y una vez ahí... los desatas de nuevo. 

Presencia...

Responde al sigilo de la madrugada
luces en la nada.
Se toma caliente, con vino se digiere,
postrada a merced de quien se atreva a enloquecer,
a sumergirse en ella, poseerla a consciencia.
Sudor y sangre por cada letra, por cada trazo,
en cada haz de lucidez que se filtra en el lienzo.
Bienaventurado quien pueda saborear el dulce alivio
de reposar en sus brazos de incandescencia.